Jardín del Cielo y Flores del Mal

Jardín del cielo o las flores del mal de Aimée Joaristi

La más reciente serie de Aimée Joaristi, artista cubana afincada en Costa Rica,  podría reconstruirse en secuencia reveladora como ese filme experimental de Thorsten Fleisch donde la sucesión de imágenes de rayos catódicos hiriendo la película cinematográfica exterioriza la energía invisible que resume una época.

Joaristi trabaja en series. La artista sucumbe a un tema y lo devora hasta agotar sus posibilidades. A tal efecto sirven como antecedente sus series anteriores: Mirada fractal (2013), Volver a ver (2014), Silencios y gritos (2015), Pecados y mortales (2015-2016), Tres Cruces (2018) y Manifiesto Púbico (2019). Cuando embarca en ellas no le asiste la vocación racional sino el gesto catártico; la necesidad de reconstruir la mente fragmentada por las contingencias de la existencia, creando un viaje sináptico sobre el lienzo: marea de fluctuaciones y energías abstractas que, acaso, nos permitan desde el espacio ínfimo  del cuadro la conciliación con el otro y el universo.

Compuesta hasta el momento por una veintena de piezas que continúa creciendo (la serie habrá de durar hasta que termine la pandemia), Jardín del cielo es por sobre todo, energía catártica pura vertida sobre el lienzo. Angustia existencial convertida en potente energía física que se desprende del gesto corporal que involucra cada ápice muscular y se traduce en rotundo trazo pictórico que actúa como rastro y secuela que libera al cuerpo del pesado fardo de estos días. 

En lo personal, el año 2020 comienza para Aimée Joaristi con un accidente que le pone  de frente a la fragilidad de ese cuerpo que habitamos. Imposibilitada entonces del movimiento físico, la artista se refugia en la capacidad sanadora de la naturaleza y la meditación yoga que siempre le ha apasionado. Ambos funcionarán como sanación del cuerpo y reconciliación con la naturaleza misma. Le sobrevendrá entonces a la tragedia personal la tragedia colectiva de proporciones globales. La pandemia que a fines del año pasado había impactado el otro extremo del mundo se hacía en breve global, confirmando la precariedad de una existencia hiperconectada y egocéntrica. Súbito, el estupor y la parálisis mundial nos obligaban a una desaceleración en la que, por primera vez en mucho tiempo, nos repensábamos a nosotros mismos como individuos, como nación y como especie.

La pandemia trajo también consigo la subversión del carácter íntimo del padecimiento individual, convertido ahora en asunto público. La coexistencia con la posibilidad tangible de la enfermedad y la muerte, nos ha hecho, acaso, redescubrirnos en nuestra vulnerabilidad.

Es este el contexto que anima la más reciente serie de Aimée Joaristi. De profundo trasfondo espiritual y marcada por el el carácter antroposófico y la exploración de conceptos binarios artificialmente escindidos que se debaten en el espacio plástico, esta serie tiene importantes puntos de contacto con la obra de Hilma Af Klint, pionera de la abstracción.

Curiosamente, las obras de Hilma Af Klint, nacen de ese otro momento pivote, localizado en el cambio del siglo XIX al XX, donde la revolución industrial trae consigo descubrimientos científicos en las áreas de la ciencia, el transporte y la comunicación revolucionando la existencia humana. El otro lado oscuro del celebrado optimismo de Occidente que marca la época, traerá consigo la primera guerra mundial y la primera pandemia. Un siglo después nos encontramos de nuevo de cara a desafíos similares:  los nacionalismo extremos amenazan la coexistencia pacífica y la pandemia toca a nuestras puertas una vez más.

Jardín del cielo se alimenta entonces de esa veta espiritual inherente al humano, buscando una y otra vez la conciliación de la macro y la micro escala. Las flores que habitan cada uno de estos cuadros intervenidos en primera instancia por la voluntad entera del cuerpo que es, en definitiva, el acto de ofrenda en sí, asoman a un tiempo como paisajes intergalácticos y manojos de alveolos que pujan por la vida. Cada cuadro, titulado a partir de un nombre, enfatiza el sentido siempre personal de la muerte. Así, uno tras otro, Vincent, Julie, Carmen, Caroline, Lila, Juanita, María Fernanda, van trastocando el gesto abstracto en ese drama personal que, sin embargo, no es asumido aquí a través de lo figurativo, puesto que la serie parte también esa desgarradora paradoja:  no hay sentimiento más tangible e indescriptible a un tiempo que el dolor.

La estridencia cromática de la serie marcada por colores puros y vibrantes que estallan sobre el lienzo y la asunción del espacio pictórico como movimiento intenso de campos de color, tiene mucho del grito de las fieras de principios del siglo XX, ahora emplazado en pleno siglo XXI. Jirones de rojo bermellón, azul ultramarino, índigo, verde cobalto y amarillo de cadmio se suceden y superponen en entronizada lucha emocional.

La serie El jardín del cielo se inscribe en la vasta tradición lo gestual. Compelida por la urgencia de la exploración catártica del yo revertida sobre el lienzo, la obra final una vez consumado el gesto, deviene reminiscencia, manifestación física de la tensión corporal y mental a la que se entrega la artista; rastro apenas del intenso proceso de creación que hace de lo procesal el centro de la obra.

En ocasiones, el pigmento es diluido empapando el lienzo como en una caricia; otras, el impasto agrede violento el lienzo. Al goteo expresivo que denota el paso implacable del tiempo -acaso, la personificación de ese momento íntimo que es la aflicción-, le sobreviene el garabateo febril y la ralladura que busca obsesiva abrirse paso a través del lienzo, como buscando, al fin, una salida. 

Hay puntos de comunión esenciales con Hellen Frankensteller, Joan Mitchel y Cy Twombly.  De la primera, por sobre todo, se impone ese regodeo en el deseo inmersivo y el color como cualidad emocional; de los otros dos, la imperiosidad del trazo autómata, reiterado y frenético. Los cuadros de esta serie son herederos también de las abstracciones biomorfas de Ashile Gorky. En ellos, la cadencia del elemento natural  en movimiento cíclico asoma como lírica subjetiva controlada, mientras que el título nos lleva de regreso a la concreción del drama retratado.

En Jardín del cielo, la tirantez que se genera entre cada uno de estos elementos naturales -ecos de esa misma atomización consecuencia del aislamiento forzoso, pero también concreción del dolor que es la pérdida- tiene que ser asumida como campos de tensión. El cuadro evade ex profeso el centro focal único, obligando al espectador al salto constante entre parte y parte, reafirmando la angustia existencial que potencia la serie. Un poco ese push and full a lo Hoffman que en el caso de Joaristi apunta a la dispersión y angustia colectiva en la era global.

Por último, hay otro elemento vital, ese que actúa como colofón de toda la serie. Ese en el que el movimiento orbicular compulsivo del cuerpo que genera torbellinos, profundos huecos negros como pozos que nos atraen a su interior. Es este vértigo informal que como ritournelle en perenne movimiento circular, actúa como fuerza centrípeta que nos arrastra dentro del lienzo, la principal fuerza de atracción de Jardín en el cielo.

Esas flores como vórtices, órbitas planetarias o apenas electrones descentrados e interdependientes a un tiempo, resumen la ansiedad y la zozobra de estos días. Generadores de estados de ánimos viscerales y encontrados, estos cuadros constituyen un poderoso comentario acerca de la dispersión y también la armonía atroz que resume la belleza caótica que abruma y define nuestra época. Es por ello, justo que también son ellas, nuestras flores del mal.

 Janet Batet

 
La condenada. 2021. Mixta. 160 x 210 cm

La condenada. 2021. Mixta. 210 x 160 cm

 

Videoarte documental entrevista parte de la serie Jardín del Cielo.

Narra la historia de la primera persona que murió en Costa Rica por COVID19.

Vincent. 2020. Mixta. 280 x 200 cm

Vincent. 2020. Mixta. 280 x 200 cm

Julie. 2020. Mixta. 200 x 280 cm

Julie. 2020. Mixta. 200 x 280 cm

La serie recién estrenada Jardín del cielo, de la artista cubano-costarricense Aimée Joaristi, tienen su principal motivo de compulsión en ese vínculo profundo, sistemático, que posee la artista con la naturaleza; en esa sublime dependencia perceptual e interpretativa que ha fomentado a conciencia con el entorno rural en el que se ubica su residencia y estudio de trabajo. Creo firmemente que toda su obra abstracta -aún la más conceptual y discursiva- está permeada por las impresiones, los sofisticados códigos y matices estructurales, que ha estudiado de la naturaleza, de su inconmensurable sentido evolutivo y dinámica de procreación.  

Recuerdo la tarde del mes de junio en la que me confesó súbitamente que tenía unas “ganas enormes de pintar flores”; que no anhelaba hacer otra cosa. Yo creía, erróneamente, que aquella voluntad suya podría llegar a disociarnos en el trabajo que estábamos coordinando en ese momento para la Bienal del Sur, de conjunto con el joven pintor cubano Maikel Sotomayor. Estábamos desarrollando una producción curatorial mucho más anclada en las metáforas existenciales y filosóficas conque pretendíamos evaluar la situación de pandemia que padecía el mundo, según la propia temática de convocatoria del evento. Pero de todas formas la estimulé a que se tomara un tiempo y a que se concentrara en la realización de la serie. Fueron apareciendo de repente, con esa pujanza y celeridad que gobierna su proceder creativo, un grupo de magníficos cuadros de flores abstractas, pletóricos de espontaneidad y fuerza expresiva, eclécticos sin temores o dubitativa mesura, tanto desde el punto de vista del dibujo como del uso del color.

Yo sentía que aquellos ramilletes de flores -si es que se les podría llamar así a aquellas efusivas composiciones pictóricas- estaban permeados de un espíritu de tributo, de ofrenda ciertamente dramática; aunque unos parecían más elocuentes en su configuración y otros más sintéticos e insinuados. De manera muy rápida comprendí que no se trataba solo de una contingencia imperiosa de cambio, de diversificación temática o representativa por parte de la artista, sino de la necesidad de exteriorizar un estado, un sentimiento de preocupación y angustia, inducido a partir de las crudas noticias que hasta ella estaban llegando sobre la expansión regional de la pandemia y el alto número de fallecimientos que traía consigo. Una zozobra, un aliento de tensión que no podía esperar más para manifestarse, y que solo encontraría un vehículo de catalización en su caso a través del impacto, de la magnificencia estética y simbólica de un objeto elemental, ontológico de la naturaleza: las flores.  Con el denominativo de Jardín del cielo cobró forma entonces el que constituye para mi uno de los conjuntos más expresivos y virtuosos dentro de la obra actual de la pintora Aimée Joaristi.

En correspondencia con las acciones o iniciativas que el ámbito artístico latinoamericano e internacional ha venido emprendiendo desde el arte para llamar la atención y suscitar polémica sobre el trágico periodo que vive la humanidad; las posibles causas que han llevado a esta situación de contagio y confinamiento tan extremo (en ocasiones demasiado manipulado políticamente); es mi propósito como curador y critico avalar y gestionar la alternativa de exhibición de este singular conjunto de pinturas de Aimée Joristi; un grupo de cuadros que no solo apuntan hacia la anomalía global de una disyuntiva de crisis, sino -sobre todo- hacia aquellas vivencias individuales, hacia aquellos seres humanos que han sufrido el embate drástico de la pandemia y que hoy solo constituyen frías estadísticas para muchas organizaciones y gobiernos. No en balde la autora ha decidido ponerle un nombre de persona a cada cuadro que integra la serie…

Aimée Joaristi apela con sus obras a una correspondencia alegórica justa, reivindicativa en el balance de significados y valores, entre la disyuntiva de crisis vivida desde lo colectivo por un lado y lo individual por el otro. Sus crudas y sugestivas imágenes se colocan con extremada suspicacia simbólica en el límite preciso entre esa perspectiva hierática, ambigua de censo y registro, que cada día prevalece con más fuerza en torno al análisis del fenómeno de la pandemia, y las experiencias humanas desgarradoras de distanciamiento y pérdida.

David Mateo
Curador y crítico de arte