La fiesta de Petunia

Petunia organizó una fiesta de Karaoke e invitó a todo tipo de personas, que apenas conocía. A ella no le importaba. Necesitaba más amigos de los que realmente tenía.

Los invitados llegaban en vehículos variopintos, en muchos casos destartalados, en taxis piratas o en ubers. Los recibía en la puerta de servicio que daba a la cocina.

Aquella mujer corpulenta, de labios rojos protuberantes y anchas caderas, vestida con ropa ajustada seis tallas menos de su peso, daba saludos y bienvenidas a gritos, con un rebuscado acento “extranjero”. Los convidaba a pasar atravesando la zona de lavado y planchado, la cocina y ante comedor, para luego llegar al salón principal.

Los invitados entraban maravillados al gran espacio social lleno de cuadros, muebles y artilugios antiguos, que sólo habían visto en películas de Joliwu.

Petunia se sentía realizada, por fin sería reconocida como la princesa que era.

Tenía la autoestima por la estratosfera. Era portadora de un enorme cuerpo versión maximalista de Rubens; embutida en leggins y minisetas que apenas le cubrían sus platos de pezones. Ella podía…

Era de una antigua y rica familia de un recóndito pueblo del país vecino; y aunque venida a menos (ruina), ella llenaba las aceras por donde pasaba dejando un rastro de pachuli y chulería de lo más fina.

Tenía una gran cara; parecía a veces -según le diera la luz- una ancha tortilla de maíz palmeado y fresco. Su tez era clara, con labios de botón de rosa que casi se pegaban a los senos, ya que carecía de cuello. Era como si su cabeza y tronco hubiesen olvidado la conexión, y al girar podía parecer incluso un periscopio, de esos que aparecen en las películas alemanas.

La ingesta de comida y alcohol no tenía límites y tampoco el ruido del reguetón.

¡Petunia estaba en su gloria!

Finalmente pudo sentir que era de la aristocracia.

Aimée Joaristi